martes, 25 de agosto de 2009

El negro Juan José Rondón

Rafael Baena

Ayer, 24 de agosto, se cumplió un aniversario de la muerte de Juan José Rondón, bovero por origen y formación, y patriota por llamado de la tierra. Este es un breve resumen de sus acciones más memorables.

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Integradas en su mayoría por zambos, indios y negros reclutados en los llanos de Venezuela, las fuerzas de Boves, un antiguo marino convertido en adalid de la Corona de España, eran una suerte de nube de langostas que arrasaba todo lo que encontraba a su paso, incluido el ejército de la Segunda República, al mando de un tal Simón Bolívar, aristócrata caraqueño que había aprendido el arte de la guerra a fuerza de encajar derrota tras derrota.

Y en medio de aquellos guerreros desalmados iba un joven llanero negro que, a sueldo del patrón de su hato, se había sumado a la horda junto con cincuenta lanceros de confianza. Su nombre era Juan José y era hijo del manumiso Bernardo Rondón y su esposa Lucía Delgadillo, quienes le habían enseñado a apreciar el valor de la libertad.

Para él y sus iguales, al fin y al cabo hombres que compartían desde la infancia la sensación de independencia que les daban las sabanas, los afanes de emancipación de los criollos cultos no significaban nada distinto a cambiar un amo por otro, con el agravante de que los españoles pagaban por pelear, mientras aquellos mantuanos levantiscos que integraban la oficialidad rebelde se limitaban a mencionar ideales cuyo significado exacto escapaba a la comprensión de la negramenta, la llamada Legión Infernal que guerreaba ilusionada con la promesa, hecha por Boves, de repartir entre ellos las tierras y los tesoros confiscados a la aristocracia criolla.

No obstante, Rondón admiraba la tozudez y presencia de ánimo del hombre al que comenzaban a llamar Libertador, y no evitaba reconocer la valentía de sus generales más cercanos, muchos de ellos llegados desde los Andes tras la represión desatada por Pablo Morillo en el altiplano. Como aquel Antonio Ricaurte, por ejemplo, que había ordenado retirarse de la hacienda San Mateo a los pocos hombres que le quedaban antes de sentarse sobre un barril de pólvora y convertir la armería en polvo de estrellas, incluida la avanzada española que no se percató de la celada suicida.

Además, a la muerte de Boves en 1815 no quedaba en el ejército realista un comandante de su carisma y extracción social. Ningún general representaba las verdaderas aspioraciones de los hombres sencillos y rudos sometidos a esclavitud. Decidió entonces juntarse a la causa patriota.

Pero no sólo fue perdonado sino acogido con el debido respeto hacia alguien que no sólo había probado su valor como guerrero sino sus conocimientos en materia de caballos. El ejército llanero de Bolívar necesitaba de manera urgente y permanente ejemplares para la remonta, pues si bien sus monturas eran apenas adecuadas para las labores de vaquería, el trajín de marchas y contramarchas de la campaña militar obligaba a reemplazarlos cada pocos meses. Y ningún otro oficial más capacitado que Rondón para suplir a la caballería con enormes madrinas de ejemplares capturados en las llanuras.

Derrotado en La Puerta, primera batalla en la que cargó contra sus antiguos compañeros de armas, cabalgó durante casi un año sin inspirar mucha confianza al general José Antonio Páez, jefe supremo de los jinetes rebeldes. Ansioso de probarles a él y a Bolívar que servía para algo más que arrear ganado, un año después de su incorporación tomó la iniciativa en Las Queseras del Medio y desplegó el primero de los varios anzuelos que esa tarde se tragó la caballería de su majestad.

Con la sencilla táctica de cargar y simular la huída nada más chocar con el enemigo, 153 lanceros patriotas hicieron que un millar de caballeros realistas los persiguieran por la sabana sin darse cuenta de que estaban quedando separados del cuerpo principal del ejército de Pablo Morillo. Y entonces, tras una súbita orden de Páez –“¡Vuelvan caras!” o tal vez Vuelvan Carajo!–, la exigua fuerza dio media vuelta y lanza en ristre se convirtió en una guadaña exterminadora que masacró sin misericordia lo más notable de la caballería realista.

Después, ya en 1819, admirado y querido por el alto mando rebelde, vendría el ascenso a los Andes y el reemplazo de todos los caballos sacrificados en la pesadilla del páramo de Pisba.

Y casi enseguida, la gloria de aquel atardecer del 25 de julio sobre una planicie denominada El Pantano de Vargas. Agotados tras combatir desde por la mañana sin conseguir imponerse, ambos ejércitos se encontraban tan cerca de la derrota como de la victoria. Es entonces que José María Barreiro, comandante de la división española, echó sus restos de infantería y caballería por todo el centro del vallecito.

Bolívar, desconcertado, alcanzó a decir algo como “se nos vino la caballería y esto se perdió”. A su lado, el negro Rondón le reclamó: “¿Por qué dice eso, general, si todavía los llaneros de Rondón no han peleado?” Fue en ese instante que el Libertador reparó en su presencia y le encomendó la salvación de la patria.

Sin pensarlo demasiado, saltó sobre su montura y ordenó a sus hombres que le siguieran, pero sólo los catorce que alcanzaron a escucharle en medio de la confusión pudieron cabalgar tras él por un altozano a la izquierda del frente de batalla. Esa pequeña cuña de llaneros, con sus lanzas de punta quemada, tomó de flanco el avance español y lo golpeó con fuerza suficiente para partirlo en dos. Casi enseguida el grueso de la fuerza montada llegó a través del mismo boquete y la muy disciplinada Legión Británica avanzó sobre los cuadros españoles para dar el mazazo final.

Días después, ya ascendido a coronel, participa en el combate de Boyacá, que deja su nombre grabado para siempre en la memoria de los colombianos. El pintor José María Espinosa le incluye en la lista de celebridades militares que desea retratar, y alcanza a pintar un boceto suyo, que aún se conserva.

Rondón está encantando de vivir en Bogotá, pues Bolívar le asigna la misión de conformar y entrenar en la capital a la denominada Caballería de la Guardia.Tras cumplir esa misión, cerca del año nuevo de 1820 parte hacia los valles de Cúcuta para ponerse de nuevo a órdenes del general.

A partir de entonces su rastro se torna difuso, hasta que reaparece en Carabobo, donde se encarga de cargar contra el centro de la formidable infantería española y luego de perseguirla hasta los extramuros de Puerto Cabello.

Pero aquel no fue el punto final de la guerra en Venezuela. Un año permanecieron los españoles hostigando a Páez a lo largo y ancho de la costa Caribe, mientras Bolívar estaba de regreso en Santa Fe planeando las campañas del sur. En una incursión de las fuerzas del general español Morales sobre Naguanagua, Rondón recibió, según relata José Antonio Páez, “una herida en un pie (…) y atacándole después el tétano, sufrió durante días convulsiones y espasmos de tanta gravedad que sólo un milagro podía salvarlo, pero el milagro no ocurrió y tan bizarro como simpático jefe de nuestra caballería terminó su gloriosa carrera”.