lunes, 7 de junio de 2010

Contra todos los racismos

Cecilio Canelón

Yo creí haber oído todas las estupideces posibles acerca de la tragedia del Inca Valero: que si era asesino porque era chavista, que por lo tanto fue un crimen de Estado perpetrado por Chávez, etc. Pero hace unos días escuché la más lamentable y despreciable de todas las "explicaciones". Oí decir a una gente más o menos querida que Valero cometió el horrendo crimen debido a algo que lleva "en la sangre": él mató a la mujer porque era gocho, "y los gochos son así: machistas, violentos y brutos".

Los venezolanos-pueblo debemos estar orgullosos de unos cuantos saltos adelante en materia de mejoramiento de la humanidad, de construcción de una sociedad de inclusión y liberación del ser humano oprimido. Uno de esos saltos es el destierro casi total del racismo contra los negros (afrodescencientes, los quieren llamar ahora). Comencé aludiendo al venezolano-pueblo porque “en ciertos círculos sociales” (y ya sabemos que estamos hablando de la burguesía) persiste ese sentimiento, transformado en ideología y praxis de dominación, que considera inferiores a aquellos seres históricamente explotados y/o apartados del reparto de riquezas y beneficios. Del caso del racismo vivo en la burguesía no quiero ocuparme por ahora, ya que es un fenómeno contra el cual no se puede hacer mayor cosa: el enemigo histórico del pueblo seguirá siéndolo siempre. Quiero ocuparme más bien del otro fenómeno, dolorosísimo por cierto, del odio racista que sienten grandes parcelas del pueblo pobre en contra de nuestra propia gente (algo emparentado con el endorracismo), a causa de perturbaciones impuestas en la percepción que tenemos de nosotros mismos como pueblo.
Si bien en Venezuela hemos superado casi totalmente esa llaga de la humanidad que es el odio contra los negros, subsisten entre nosotros otras manifestaciones del racismo. Una de las más difundidas y aceptadas socialmente, incluso entre el pueblo pobre y explotado, es el desprecio y el odio contra los andinos. Usted suelta en público un chiste racista contra los negros y seguramente será enfrentado, señalado, mandado a callar el hocico y en un caso extremo linchado. Y así debe ocurrir: todo racista debe ser execrado y puesto en el basurero de la historia. Pero si usted cuenta uno o varios chistes contra los gochos el gesto será aplaudido y celebrado. Sin darnos cuenta, estamos reproduciendo una conducta igual de absurda e indigna que la anterior. El rechazo a los andinos es igual al rechazo a los negros, indígenas, palestinos, árabes en general; pero odiar hasta la repugnancia a los gochos es un acto tan “natural”, tan difundido y aceptado en todos los círculos, que justamente por eso es preocupante.
Hay quienes han pretendido explicar este fenómeno, o ubicarlo históricamente a partir de los desmanes que perpetraron los chácharos (los policías de Gómez) en toda Venezuela. Según el análisis, en el oriente venezolano nadie jamás había visto a un andino, y cuando lo vieron por primera vez se trataba de un sujeto extraño en su fisonomía y arbitrario en el trato, un uniformado que iba por toda Venezuela a poner "orden" en nombre de la dictadura. Se ha hablado también de una presunta proyección del odio del venezolano a sus peores presidentes (los andinos en el poder: desde Castro hasta CAP, pasando por Gómez y Pérez Jiménez). Son teorías o tesis que podría valer la pena analizar y discutir, pero de ninguna manera justificar la sentencia que pretende pesar sobre la gente nacida en Los Andes: cuando usted sostiene que los gochos merecen desprecio está a un milímetro de decir que son inferiores.
El asunto va más allá del simple hecho de someter a burlas a los nacidos en Los Andes, ya que por lo general son los propios andinos (y también los gallegos, caso singular del pueblo español) los que suelen inventar y difundir chistes contra sí mismos. Hace unos años estuve con un camarada en San Cristóbal. Recorríamos el terminal de pasajeros cuando el compañero me soltó un comentario desgarrador: “Aquí la gente tiene cara de mongólica. Yo creo que es que aquí los tipos se cogen a las primas y a las hermanas”. Y luego, en Mérida, otro camarada (un camarada: alguien que habla y hace cosas por la Revolución) observó a unos borrachos amanecidos, se paró frente a una montaña y no vio sembradíos, y sacó la conclusión que ya su prejuicio racista traía elaborado en el cerebro: “¿No y que eran tan arrechos los campesinos de aquí? ¿Dónde está la cultura del trabajo?”. Ante ambos amigos guardé silencio, porque este es el tipo de temas que no se debaten: se enfrentan.
Yo nada tengo que discutir frente a un argumento racista. Las dos actitudes posibles ante una estupidez de ese tamaño son el silencio (para no generar conflictos que pudieran resolverse luego en serena conversación) o la acción violenta directa. Ante mis dos amigos opté por el silencio porque estoy seguro de que ellos son ignorantes del asqueroso sentimiento que los carcome por dentro. En ellos el racismo no es ideología sino ignorancia; esto hace que sea posible un llamado a la conciencia y a la reflexión. En la burguesía el racismo sí es ideología: ese es el enemigo. Contra ellos, nuestra rabia emancipadora y nuestra violencia justiciera.

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