Juan Carlos León
Quien me conoce, sabe de mi manía por el ahorro de cuanta cosa uso y más si es de esas que nos venden como maravillas cosméticas. No dejo ir un jabón ni aun cuando queda una conchita difícil de manejar. Esa conchita la adoso, empotro o pego del nuevo, así lo sigo hasta hoy. La crema dental, jamás la botaré sin antes abrirla y pasar el cepillo por dentro hasta dejar el tubo tan limpio que pareciera mentira que en algún momento estuvo lleno. Cuando usaba champú, este reposaba de cabeza hasta escurrir la última gota, luego le echaba agua para lavarlo y así aprovechar todo su contenido. Las afeitadoras, sólo cuando me arrancaban los pelos, la botaba. Así, he procedido con todos y cada uno de los objetos cosméticos con los que la civilización nos ha encantado.
Con la comida, la cosa no es diferente. Soy incapaz de botar nada que me pueda servir de bocado en otra oportunidad. Frío o recalentado, me como todo y no permito que se desperdicie arepa, pan, carne, pescado, caraotas, arroz, sopa, etcétera. Un poco de agua, candela y me lo como.
La ropa, me he percatado que tengo ropa de hace 20 años y las uso, de verdad. Trapos deshilachados, casi transparentes, rotos y remendados, le dan a mi persona un aspecto de mendigo hogareño. Poseo y uso zapatos que han caminado mil kilómetros y aún están dispuestos a caminar unos metros más. Sólo mi madre y la mujer quien hoy es mi esposa, han logrado desaparecer varios de mis más preciados trapos.
Mis manías por no desperdiciar nada que pueda tener más uso y que pueda ser útil hasta el absoluto final, pasan por objetos tan diversos como libros, papeles, lápices, etcétera. No recuerdo un lugar donde haya vivido, donde casi no lo hiciera a oscuras, bastaba aprenderme el lugar y más nunca encendía un bombillo a menos que fuese absolutamente necesario. Con el agua pasa algo igual, usar la mínima indispensable.
A estas alturas, se habrán dado cuenta que cuando se habló del ahorro energético, ya yo tenía un rato largo andando por esos caminos, y me vino como machete a conuquero.
No recuerdo el día cuando Chávez lanzó su plan de ahorro con todo y sanciones e incentivos. Pan comido, sólo quedaba ver de cuánto sería ése premio. Las primeras víctimas de mi repotenciada manía fueron mi esposa y su madre, mi hija Guadalupe, no tiene mayores requerimiento energéticos por lo tanto no sería objeto de mi acoso ahorrativo (apenas cumplió siete meses ayer). Si he sido fastidioso con luces que alumbran a nadie, aire que enfría nada, agua que se va tan limpia como llegó. Ahora la cosa alcanzaba una dimensión estalinista.
Mi casa ha tenido bombillos incandescentes desde antes de mudarnos, por cuestiones arquitectónicas, las luces amarillas “le van” mejor. Así fue hasta que se dio la orden de ahorro. Vale acotar que siempre he sido lo que se llama un tipo inútil. Los años me han confirmado en mi imposibilidad de hacer cualquier arreglo casero por más pequeño que éste sea. Bastó la orden para que saliera a comprar una docena de sócates y teipe negro. Me monté en una escalera y empecé una laboriosa tarea que tendría como meta: cambiar los incandescentes por ahorradores. El cambio de sócates se debió a que estos eran más pequeños que los requeridos para los ahorradores. Laboriosa porque debía ir bajando la cuchilla (breker) cada vez que debía quitar uno, pues mi casa pareciera tener un juego de cuchillas para cada bombillo y cosa eléctrica. Subir escalera, bajar escalera. Bajar cuchilla, subir cuchilla. Sudando más por los nervios y el miedo, logré bajar las doce lámparas.
Con menos miedo, y ya seguro en tierra, sustituí los malos por los buenos.
Sorpresa. Cuando me disponía a colocar los bombillos me percaté que no tenía ni uno. Resultado: mi esposa furiosa; pasamos la noche a oscuras. Pero el plan de ahorro empezó mucho mejor de lo planeado. Viva el ahorro energético.
Muy temprano en la mañana del otro día me dirigí con mi última factura de electricidad (número 000009984777, monto 132,76 bsf.) y un bolso contentivo de los infames bombillos incandescentes y sus compinches los sócates, a las oficinas principales de Corpoelec (antes seneca). Larga cola. La patria y el planeta lo valen. Pagué y me dieron tres bombillos. Les di los sinvergüenzas amarillos para que me los cambiaran por los héroes ahorradores, y dijeron que no.
Mientras estaba en la cola veía a la gente que entraba, luego de pagar su última factura de electricidad, en un cuartico y salía con una rastra de fuertes y buenazos bombillos blancos y enrolladitos. Hasta una vieja con cero pinta de socialista y sí con mucha de oligarca, salió con su fajo de valientes ahorradores. Parecía mentira que un gobierno se ocupara de manera tan seria y responsable con lo del ahorro, pues estos bombillos ahorradores la revolución los regalaba, y es sabido que cada bicho de esos, en el mercado capitalista cuesta un realero loco. Buena esa.
Tan pronto la tipa me dijo que mis bombillos, aparte de malos y pervertidos, no eran canjeables (así dijo), e hizo un gesto como de quítate que viene el otro, se me cayó el mundo. En un último destello de lucidez, me acordé de los sócates, cómplices de los amarillos y se los mostré, mire yo cambié todos estos. Me vieron, me creyeron y me los cambiaron.
Salí raudo y aún creyendo en la burocracia revolucionaria.
Pensaba que el gobierno seguía mis directrices, que el gobierno me oía, que me daba la razón y por lo tanto me sentía reivindicado en mi pichirrés, en lo miserable que tanto me echaban en cara amigos y familia. En el camino a casa, miraba por la ventana del taxi de mi compadre y me sentía predestinado, me sentía como quizás se sentiría Nelson Merentes cuando ideó los kinos para las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente, por allá por 1999. Nadie me arrebataría ese sabor a triunfo, el odioso pero hoy justo ¿viste? yo tenía razón, así es la vaina. Apagar, apagar y apagar. Satisfacción, sí, eso era, plena satisfacción. Abrasé mi paquete de bienhechores lumínicos y me relajé mientras mi compadre conducía.
Estalinista, eso dije antes, no sé si será correcto el símil, la vaina es que me volví un bicho, o más bicho. Me entró una sed de apagar todo. Microondas, reguladores de voltaje y cuanto vampiro de electricidad veía, lo pagaba. Espacio donde había un bombillo encendido y no había quien lo defendiera, lo apagaba. El cuarto de mi hija tenía una luz toda la noche encendida, argumenté que eso acrecentaría su dependencia y miedos, se apagó. Dos faroles coloqué en la fachada de nuestra casa, y cada noche ayudaban al deficiente y casi siempre nulo alumbrado público, los apagué, más nunca los encendí. Mi esposa requiere un bombillo encendido toda la noche, la convencí de que eso facilita la tarea al posible ladrón, la apagué. Cada noche, nuestra casa resplandecía de la oscuridad y mi cara brillaba de la satisfacción. Procuré que se utilizara la lavadora, una vez por semana. Reivindiqué las virtudes del agua fría, en detrimento de la caliente. Sometí a mi hija a duchas de agua tibia de sol, más saludable, obviamente. Monté vigilancia a cada teléfono celular que se cargaba, tan pronto decía carga completa, lo desconectaba. Y si era de noche me despertaba en la madrugada a separarlo de la fuente energética. Luego, dormía como mi bebé, plácidamente. Cuando estaba en el computador y debía hacer otra cosa, zas, apagaba el monitor. Si había agua de la calle, me bañaba y hacía todo con ésta, así evitaba que el motor del hidroneumático se encendiera. El hampa nos obligó a enrejarnos la vida, un primo y compadre nos hizo un trabajo que quedó medio chucuto, pues, por causa del ahorro energético prohibí cualquier trabajo de soldadura, caro me costó, algún día les contaré porqué. Mi Guadalupe aprendió lo bueno de dormir en el patio con la brisa fresca y bajo la fronda de una mata de níspero o de mango, pues el aire acondicionado quedó sólo para las noches, y procurando ponerlo siempre en 23 grados centígrados, hasta que mi esposa se daba cuenta y después de un escándalo, lo ponía en 16 para que me doliera y enfriara. Dieta eléctrica.
Vivía en un estado pleno de inquietud, hacía apuestas conmigo mismo. ¿50%? No sé, no podía asegurarlo, pero seguro bajaría en más del 30 % el consumo de este último mes. Era tanta mi ansiedad que no veía el momento de ver el nuevo recibo. Vale informarles que desde que estábamos viviendo en la casa nunca habíamos visto a la persona que entregaba los recibos de electricidad, pues siempre los metía por una rendija de la puerta, luego lo recogíamos, algunas veces días después, ya que esa puerta poco la usábamos. Eso me mantenía en constante alerta, quería verlo tan pronto llegue el recibo. Así que vivía pendiente del zaguán donde está la puerta que tiene la raja que el señor repartidor piensa que es un buzón.
Sería exagerado decir que este período especial aplicado por mí en casa, casi me cuesta el divorcio, no, afortunadamente no llegó a tanto, pero casi. Y de verdad la cosa se parecía al período especial vivido por los hermanos cubanos, claro, por causas realmente desafortunadas la de ellos, felizmente, como siempre pasa, los fortaleció más y consolidó en su ideología. A mí, el experimento casi me costó la familia.
Estando en la sala de la casa con la ventana que da a la calle abierta (para aprovechar la luz solar), pasó un tipo frente a ella, me vio y siguió. Se regresó y extendió su mano con un papel asido entre los dedos. No hizo falta decir nada, era él, el recibo.
Suelo yacer en una esplendida hamaca, meciéndome y viendo alternativamente el techo de caña brava y el patio de casa. Leo, pienso, o no hago nada, sabroso. Sólo me angustia el sonido del hidroneumático cuando se activa. Me deprime. Me dice, mira como me gasto la electricidad. Sí, es terrible, cuando usan el baño, el lava platos, la ducha, el lavandero. Llegué a insinuarle a mi esposa que jugáramos a no utilizar nada del agua del tanque, que nos bañáramos con totumas, de hecho yo siempre lo hacía, laváramos y fregáramos en la batea sin abrir la llave, con un tobo de agua. Esa fue una de las causas por las cuales casi se divorcia.
El recibo que tenía cerca de mí, ya les dije era de 132,76 bsf, era el previo al ejercicio de ahorro, nunca me separé de él. Me estudié las barras, la cantidad de kwh que había consumido. Imaginaba hasta donde bajaría la barra, la miraba con rabia, como mi enemiga, debía bajarla y si era posible desaparecerla, que no se viera nada de ella. Pero tenía que ser realista, eso no pasaría, pero seguro que sí la bajaría un buen pedazo. Recuerdo que tenía una tabla con los aparatos electrodomésticos y su consumo por hora. Cada vez que encendía uno de ellos, sacaba mi cuenta e iba calculando, medio fastidiosa la vaina, pero era un compromiso con la patria y nadie mejor que yo para dar muestras de la necesidad del ahorro. Yo debía dar el mejor y mayor ejemplo, era mi manera de vivir, mi ejercicio cotidiano nadie debía hacerlo mejor que yo.
Le di las gracias al hombre casi sin mirarlo y tomé el recibo. Mis ojos volaron hasta las barras, luego al monto en bolívares, sabía que debía ser muy inferior al anterior (132,76 bsf.). No sabría describir la sensación cuando mi cerebro reconoció los resultados. Un gran impacto.
Tengo un primo que también se negó a continuar unos trabajos de herrería por cumplir con el ahorro energético. Debo confesar que en el fondo me plantee como una de las metas ganarle, es decir, ahorrar más que él. No sé si lo logré. Parte de mi pequeña victoria sobre él se materializaba cuando estaba solo en casa y llegaba la noche, me regocijaba estar en la penumbra, me sentía realizado cuando pensaba que esa noche en plena oscuridad el contador correría hacia atrás. Les ganaría a todos, les demostraría que mi filosofía de vida eléctrica era la correcta y era el mejor haciendo el ahorro. Imaginaba que en algún Aló Presidente se presentaría el mejor ahorrador del país, le pondrían como ejemplo de responsabilidad, de compromiso, de sacrificio (claro ellos seguro sabían que para mí eso era apagar y cantar) y no podía imaginar que alguien me ganara, pues me sentía el precursor del ahorro energético.
No sabía si llorar cuando me cercioré que lo visto en el primer impacto de ojo, era cierto. Igualmente quise llorar cuando en una noche fría, en plena avenida Bolívar, levante el puño y repetí un juramento de labios del presidente Chávez, no sé que juramento repetí esa vez, pero seguro estoy que juré amar este proceso y defenderlo, simplemente defenderlo.
Ciento cincuenta y uno, con sesenta y dos céntimos (151,62 bsf.). Sí, eso decía mi recibo de electricidad.
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