sábado, 12 de enero de 2008

Estado formal versus estado revolucionario.

El proceso bolivariano ha navegado estos nueve años en la escena política usando la nave heredada de la cuarta república y utilizando políticas comunicacionales y electorales demagógicas que no han logrado incidir en el necesario cambio de actitud de las bases populares para hacerse dueñas del poder.
La participación activa en el autogobierno es limitada y restringida a los espacios que entrega a regañadientes el estado central, y aún así, o quizás por ello, el pueblo participa débilmente en esos espacios.
La figura del caudillismo es útil para concentrar poder (y responsabilidad) en la figura de Hugo Chávez. Esta dependencia de un liderazgo personalizado representa un riesgo enorme para la solidificación de un proceso de empoderamiento popular, ya que a las bases se les “convoca” sólo para apoyar al líder, pero no se les da (ni ellas lo reclaman) el testigo en la carrera hacia la emancipación colectiva.
Por otra parte, esa misma realidad hace que la figura de Hugo Chávez sea un catalizador imprescindible para avanzar hacia esa sociedad participativa que está dibujada en la Constitución: el liderazgo de Chávez es un capital político que debe ser aprovechado al máximo por las bases populares… pero con la condición de que ESE liderazgo sea vehículo para la expresión y la emancipación de esas mismas bases populares, aún aquellas que hasta ahora, simpaticen o no con el proceso, se mantienen en estado de apatía, incredulidad, resignación o simple indiferencia producto, entre otras razones, de la prolongada negligencia oficial a la que se han acostumbrado.
La estructura formal del estado puntofijista no ha sido alterada por la revolución. Los vicios de la administración pública siguen intactos en las dependencias estatales, protegidos a través de la Ley de Carrera Administrativa y otras marañas leguleyas elaboradas por el entramado jurídico y cómplice que se nutre de la intransitabilidad de las gestiones burocráticas para mantener una barrera infranqueable entre el ciudadano común y el funcionario público que debería solucionar sus problemas.
Los frágiles intentos de substituir el estado formal por el estado revolucionario a través de la creación de instancias paralelas (las misiones) han sido saboteadas desde adentro y desde afuera. Es necesario reconocer que las bases populares no han sabido defender estos mecanismos de construcción del estado nuevo, y parte de la culpa reside en la improvisación con que se crearon, Y EN EL MURO DE LEYES que resguardan al estado formal. Este hecho es un factor negativo que desmotiva a la población y le hace perder confianza en el proceso.
El estado formal consume, entre sueldos y servicios que sólo benefician a sus empleados, una porción considerable del erario público. Estos usufructuarios del poder, algunos electos y otros de carrera o nombrados por los primeros, a quienes no podemos remover de sus cargos, se oponen a cualquier cambio que pueda afectar su cómoda existencia; muchos son simpatizantes de los partidos tradicionales, otros son revolucionarios “quincena o muerte”. Se han convertido en parásitos del sistema y, con contadas excepciones, son enemigos de nuestras aspiraciones.
Pero existen, y tienen conocimientos que nos pueden ser útiles; además, debemos encontrar sitio para ellos en el estado revolucionario, sin que ello constituya la preservación de un privilegio, muchas veces adquirido por vías diferentes al mérito.
¿Cómo transitar del estado formal al estado revolucionario, que son en esencia contrapuestos, si se ha de utilizar el primero para construir el segundo?
¿Cómo evitar que el nuevo partido socialista se convierta en la misma estructura piramidal de poder invertido (cúpula dirigente-y excluyente/bases obedientes) de los viejos partidos?
¿Cabemos en ese nuevo partido, que parece perfilarse como plataforma de acceso a la estructura del poder constituido, o nos distanciamos por principio?
Franco Munini.

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